Primero
se pega la sorpresa, luego se confirma lo conseguido y por último,
toca mantener los méritos alcanzados. En esta tercera fase es en la
que se encontraba el festival bilbaíno Kristonfest, en pleno
2014. Habiéndose convertido en el mayor referente estatal en lo que
a Stoner se refiere, solo le quedaba competir contra su propio legado
para mantener el listón.
Adelantemos en cualquier caso, antes de ponernos con el desmenuce de
lo sucedido, que el corte fue salvado con creces. A pesar de lo
difícil que se planteaba tras la exitosa edición del 2013, la
organización logró que muy pocos saliesen decepcionados de la
Santana 27. Sin contar con unos cabezas de cartel equiparables a los
impresionantes Clutch de Neil Fallon, podemos afirmar que las
cuatros cartas de la noche conformaron una propuesta lo
suficientemente sólida, como para que nadie se viese obligado a
pedir el libro de reclamaciones.
Llegaríamos
hasta la Santana con tiempo suficiente, como para ver la forma en que
los primeros aficionados iban movilizándose. Comprobábamos
entonces, como el ambiente iba aumentando un poco más lentamente de
lo deseable, con los seguidores acercándose hasta el polígono
festivalero en goteo exiguo, aunque constante. Una vez cruzadas las
puertas del recinto, nos sorprendería comprobar como uno de los
flancos de la sala había sido recortado para que no quedasen calvas
de mención. No se esperaban multitudes este año.
The
Socks arrancaban con ganas, sin preocuparse por los espectadores
que restaban por entrar, arrancando el festival con puntualidad y
suficiencia. Tomarían el escenario de manera poderosa y convincente,
desplegando su Retro Rock luminoso, con un puntillo hippilongo, pero
sonando con bastante más consistencia que en estudio. Julien
Meret tomando el centro del escenario, Vincent Baud, el
bajo, dedicándose a enchufar fuzz a cada hueco que le dejaban y un
batería que cumplía sin destacar.
En
lo musical tocarían todo su primer LP de cabo a rabo, cambiando el
orden de los cortes, pero sin olvidarse de un solo segundo del
redondo. Poniéndonos soberanamente puntillosos, podría habérseles
exigido que tocasen algún recuerdo de sus dos EPs primigenios, pero
eso ya hubiese sido rizar el rizo de lo correcto. Yo me quede con
ganas de escuchar el delicioso "Time Is Coming", supongo.
Sin
entrar a valorar fetiches personales, hay que zanjar que los
franceses dieron un conciertazo perfecto para meternos en harina,
recordándonos el papel que hicieron el año pasado los Truckfigters,
al tiempo que confirmábamos que a los Socks también les queda poco
para reventar. Su sonoridad heredada de Black Sabbath, con
sombras grunge noventeras y pasaporte prestado de alguna banda sueca,
está francamente bien trabado. Acordándonos de los Witchcraft
y de los Graveyard es como nos quedamos una vez que los galos
hubieron bajado del tablao. Buena señal sin duda.
Los
siguientes espadas de la noche serían los que más nombre traían de
casa, a pesar de que tras ellos fuesen a tocar otro par de conjuntos.
Los padrinos del Stoner noventero Karma to Burn, nada más y
nada menos. Una de las formaciones instrumentales de referencia
dentro del estilo desértico y posiblemente la que mejor haya
sabido dibujar los páramos estadounidenses, sin necesidad de
utilizar voces en el proceso.
Nada
más comenzar comprobaríamos la diferencia de volumen con que nos
saludaban los de West Virginia. Sin cortarse ni media, exhibían un
sonido desfasadamente elevado y parcialmente sucio, que casaba
perfectamente con la temática de sus tonadillas. El espíritu
redneck se fundía con riffs cargados de distorsión, tirando de
puesta en escena austera y dejando que todo recayese sobre el
poderío sudista que trasmitían.
Nos
sorprendió el hecho de que colgándose el bajo andaba por allí el
bajista de los Exploited, quien lucía camiseta del Resurrection,
rastas larguísimas y actitud como para regalar. A su izquierda
estaba el jefazo de los quemadores de Karma, William Mecum,
plantado con las piernas separadas, en parecida estampa a como
acostumbra Pete Townshend de los Who. Al igual que este
icono de las seis cuerdas, el bueno de William demostró dominar con
maestría lo de crear atmosferas con notas suspendidas en el aire,
amplificando el valor de cada punteo mientras guiaba los tiempos con
su batuta.
Su
actuación acabaría siendo lo más animado de todo el Kristonfest,
acercándose el micrófono tan solo para presentar alguno de los
cortes y sin detenerse en explicaciones superfluas. Provocarían unos
cuantos pogos entre los aficionados que poblaban las primeras filas,
en medio de su ensordecedora ceremonia. En mi humilde opinión,
serían los grandes triunfadores de la noche, interpretando su letal
cuenta atrás desordenada y sin sentido aparente. 47,
39, 54, 19, 57, 15, 36, 53, 30, 59 y 20 podríamos haber contado
desde que comenzaron, hasta que se despidieron con su último
recuerdo al purgatorio salvaje.
Concluida
la parte más rocosa del festival, nos vendría encima la más
psicodélica, esa en la que los canutos musicales iban a ser servidos
desde el escenario. Los primeros en ponerse a dispensar, serían los
noruegos Motorpsycho.
Un veterano power trió de corte progresivo y progresista -con un
cuarto miembro en esta ocasión- que daba la impresión por momentos
de sentirse como en el salón de casa. Ahí radicaba lo positivo y
negativo de su actuación. Se les veía cómodos en sus zapatos, pero
a veces parecían demasiado pasotas, demasiado hippies hasta para lo
que allí se celebraba.
Sus
minutos discurrirían raudos mientras nos perdíamos entre sus
enrevesados fraseos. La sala entera adoptaría una posición
relajada frente a ellos, pasando del fuego que habían provocado los
Karma, al éter que brotaba desde la esquina de los Motor.
Comenzarían de esta manera, lejos de la parte frontal del escenario,
refugiados junto a la batera con estampa propicia para la jam
setentera. Cambiarían pronto, por fortuna, encarando más a sus
seguidores y propiciando que nos fuésemos metiendo en lo que tenían
que contar.
Irían
de menos a más a partir de los primeros cortes, en inevitable
crescendo pausado, que precisaba de sorbitos minúsculos para ser
saboreado en su justa medida. La sensación general era la de un
conjunto que cada vez envolvía más a los presentes, sin colocar el
foco sobre ningún tema de su repertorio, como si poco les importase
cuales fuesen a ser las canciones que esa noche tocaba obsequiar.
Como una exuberante sinfonía psicodélica difícil de mascar, así
es como pasarían sobre el Kristonfest de este año los Motorpsycho.
No
cambiaríamos de tercio, por último, con la banda encargada de
cerrar el festi de este año. Los Colour
Haze iban a plantear una actuación
de temática semejante a la que acababan de perfilar los noruegos,
con similares herramientas, pero diferente manera de enfocarlas. Los
alemanes sí que utilizarían el repertorio como un arma con el que
convencer, exhibiendo alguno de sus temas más populares, haciendo de
esta manera, a sus minutos un poco más asequibles para la parroquia
y no tan dados al devaneo introspectivo.
Los ambientes lisérgicos predominarían en
cualquier caso y no sería la de Colour Haze una actuación para
amantes de los sencillos pegajosos, ya que poco iba a ser el rock de
pico y pala, que los alemanes tendrían a bien ofrecer. "Love"
y "Aquamaria" serían lo más parecido a singles que el
conjunto traería bajo el brazo, piezas de más de ocho minutos donde
lo instrumental gobernaba sobre lo recitado y las atmosferas evocaban
viajes de ácido profundo.
Conseguirían
atraparnos en la perfecta burbuja que iban soplando frente a
nosotros, en la que nos perdíamos sin prisa por encontrar la salida.
Mutaríamos en hippies del desierto por un rato, enfrascados en
nuestras propias mentes entrenadas, persiguiendo el ritmo que marcaba
el austero bajista de la formación y viendo los minutos pasar sin
echar mano del reloj. Concluiría la ceremonia con la brevedad de
“Get It On”, después de haber cruzado insondables abismos hechos
canción, después de que nos reencontrásemos con las dunas de
nuestro querido Kristonfest.
Crónica y fotos por Unai Endemaño.
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